PENSANDO EN LOS JUECES:
REFLEXIONES MÍNIMAS EN TORNO A LA INDEPENDENCIA JUDICIAL.

Juan Pablo Campos Glez.
Gerente de Proyectos Estado de Derecho, Konrad-Adenauer-Stiftung e.V. México.
Ciudad de México, a 19 de septiembre de 2023.

La inconmensurable revolución constitucionalista a la que ha dado paso la introducción de las constituciones rígidas de la segunda posguerra, evidenciada en la evolución de las formas del Estado liberal a las formas del Estado constitucional y democrático de derecho (como arquetipo del Estado contemporáneo), ha tenido por ineludible efecto un profundo cambio de actitud frente a la constitución y el derecho, en virtud del cual la validez de los preceptos jurídicos se encuentra condicionada por vínculos sustanciales que encuentran su piedra miliar en principios que se configuran—en palabras de Hëberle—como “premisas antropológicas culturales” 1 del Estado constitucional y democrático de derecho, en el que la tríada indisoluble entre el principio de constitucionalidad- legalidad, la división de poderes y la garantía de los derechos fundamentales, que definió al Estado decimonónico, se reformula sobre la base de una doble precondición: dignidad humana-soberanía popular. Se trata, por ende, de
una reordenación entre forma y sustancia de las determinaciones democráticas, que concibe al “gobierno del pueblo” en una segunda etapa de razonamiento, a través de la reestructura de la naturaleza misma de la forma de organización democrático-constitucional, configurando a los derechos fundamentales de manera tan evidente a partir de la garantía de la dignidad humana, que ellos no pueden quedar sin efectos sobre la concepción tradicional del principio mayoritario. 2
De esta “constitucionalización” de la democracia y del orden jurídico, resulta una reestructura de las funciones de los poderes estatales, cuyas facultades se ven redefinidas por el redescubrimiento del valor de la constitución “como conjunto de meta reglas” 3 . Los jueces asumen, en consecuencia, una posición de garantes obligados e imprescindibles de la normativa de jerarquía constitucional, colocándose, incluso, como límite para la democracia política, asegurando que ninguna decisión asumida en el seno del espectro político decisional transgreda los límites impuestos por el espectro normativo constitucional. De ahí que del diseño sistemático de un proceso conceptualizado—como adecuadamente lo ha sugerido Calamandrei—como un auténtico drama “representado” (en el sentido teatral de la palabra) por “hombres jueces y justiciables que participan en él en concreto, y que no son muñecos construidos en serie, sino hombres vivos (…) con sentimientos, intereses, opiniones y costumbres” 4 , depende no sólo la “justicia del caso particular”, sino la supervivencia misma del constitucionalismo contemporáneo y del arquetipo jurídico-político que lo sostiene.
De tal forma, la independencia judicial, cuyo punto de partida en la configuración de su doctrina constitucional es la exigencia de confianza que los tribunales deben inspirar en el Estado constitucional de derecho, definida como elemento teleológico para la interpretación de la norma que recoge el principio de imparcialidad del juzgador, 5 se configura también como principio sine qua non de dicha forma de ser estatal, con el objetivo de evitar la arbitrariedad y la subjetividad del órgano judicial. Así, en los jueces el “espíritu independiente”, como axioma esencialísimo del proceso judicial, es indispensable para el fiel cumplimiento de su ardua labor “como baluartes de la Constitución limitada” 6 .


Recordarlo, por más evidente que pueda parecer a primera vista, resulta por demás pertinente, especialmente en una región como la latinoamericana en la que, por desgracia, el respeto a la independencia de los jueces ha sido poco menos que una excepción que, por lo demás, en los pocos casos en los que se presenta, es ciertamente causa de admiración por lo inusitado de su acontecer. Y es que nuestros muy recientes debates regionales han dejado en evidencia la existencia de un buen número de liderazgos políticos (llámeseles, con quizá injustificada benevolencia, “poco ortodoxos”) que en su constante—y ciertamente angustioso—coqueteo con la demagogia y con alguna u otra forma de disimulada autocracia, han demostrado estar dispuestos a convertir a los poderes judiciales en silenciosos ejecutores de su carismática voluntad. Frente a ellos, debe respaldarse por entero, desde todos los ámbitos de la sociedad civil, a aquellos juzgadores que tienen el valor y la responsabilidad y el compromiso de proteger a la constitución, trayendo a la memoria—en la esperanza de que actúe a manera de revulsivo moral—aquellos oscuros y desdichados días en los que los jueces, convertidos en el farsante verdugo del nacionalsocialismo, dictaban
sentencia, en la “corte del pueblo” (Volksgerichtshof), en nombre del perverso partido.
Habrá de preguntarse, empero, si acaso el proceder de un buen número de juristas—incluyendo alguno que otro autoproclamado “neoconstitucionalista”—que, consciente o inconscientemente, han pretendido convertir a los jueces en el legislador último de todo aquello que se considere medianamente controversial, exigiéndoles, incluso, que sus resoluciones reflejen una determinada doctrina jurídica o, en el peor de los casos, una cierta postura política, han realmente contribuido a fortalecer la delicada posición en la que éstos se han encontrado frente a los embates del novel populismo autoritario. Tal vez habrá que reconocer que, por momentos, parece haberse olvidado que la más grande virtud del juez consiste en carecer de opinión alguna, y que su más natural actitud—su más necesaria disposición— es la de ser un silencioso y abyecto defensor del texto constitucional y no la de un creativo y revolucionario inventor del Estado. Quizá convenga reflexionar que si en algún momento se ha presentado─como
ciertamente ocurrió durante la anterior presidencia de la Suprema Corte mexicana─un ambiente generalizado, o la sensación de un generalizado ambiente, de sumisión, o de aparente sumisión, del aparato judicial ante el poder político, ello no ha sido consecuencia exclusiva de las personales inclinaciones de uno u otro líder político, sino también de todos aquellos que durante décadas han ignorado a quienes, con insistencia y preocupación, han advertido que el camino del activismo judicial está lejos de ser unidireccional.
Por tanto, ante las afrentas de las que ha sido objeto la independencia judicial por parte de la nueva demagogia, antes que pretender defender a las y los jueces, reclamándoles en vano que ofrezcan imposibles soluciones para todo aquello que la política y la democracia no han podido remediar, colocándolos de paso en una situación aún más complicada y contribuyendo a poner en entredicho su legitimidad, quizá el mejor amparo que puede ofrecérseles sea respaldar sus determinaciones, exigiéndoles, sin embargo, que actúen, en todo caso─incluyendo en los denominados “casos difíciles”─con libertad de criterio, pero, de igual manera, con apego al texto constitucional y, ante todo, a una teoría general de la constitución, entendida como una teoría concreta originada en la concepción del Estado constitucional y democrático de derecho (como paradigma teórico) que, reconociendo la correlación entre dignidad humana y soberanía popular como precondiciones de aquél, distinga con absoluta claridad la articulación de los espacios del espectro político decisional a través de los distintos ámbitos del espectro normativo. Su tarea, qué duda cabe, está lejos de ser envidiable; al fin y al cabo, como antes se ha sugerido, en cada determinación y en cada
resolución del juzgador están en juego, no sólo los intereses más hondos de las partes, sino la supervivencia misma del constitucionalismo contemporáneo. No se olvide que, sin poderes judiciales autónomos, sin jueces independientes, la indispensable correlación entre dignidad humana y soberanía popular como precondiciones de Estado de nuestro tiempo (aquél que sigue siendo, a pesar de todos sus defectos, la mejor fórmula política posible para que las personas vivan en libertad) está condenada a desaparecer.

1 P. Häberle, El Estado constitucional (trad. Héctor Fix-Fierro), UNAM-IIJ, México, 2003, pp. 169 y 170.
2 P. Häberle, op. cit., pp. 174.
3 L. Ferrajoli, «El papel de la función judicial en el Estado de derecho», en Atienza, Manuel y Ferrajoli, Luigi, Jurisdicción y
argumentación en el Estado constitucional de derecho, UNAM-IIJ, México, 2020, p. 87. (El subrayado es de quien suscribe estas
líneas).
4 P. Calamandrei, Proceso y democracia (Trad. Héctor Fix-Zamudio), UNAM-IIJ, México, 2020, pp. 29-30.
5 L. Castillo Córdova, «El derecho fundamental al juez imparcial: influencias de la jurisprudencia del TEDH sobre la del Tribunal
Constitucional Español», en Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, Tomo I, Año XIII (2007), pp. 121-145.
6 Hamilton, Madison y Jay, El Federalista (traducción de Gustavo R. Velasco), Fondo de Cultura Económica, México, 1957, p.
333.

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